El impacto que el descubrimiento del Nuevo Mundo tuvo en algunos filósofos del siglo XVI, como Montaigne, coincidió con una percepción flexible del tiempo histórico, ajena todavía a la moderna idea de Progreso. Muy pronto, los pueblos amerindios fueron comparados con los espartanos u otros pueblos de la antigüedad clásica, abriendo así la puerta al mito del buen salvaje. Desde la confusa visión cíclico-recesiva de la Historia en la que se basaron las primeras utopías, aquellos seres representaban a la vez el presente del pasado y el futuro del presente. De la mano de Rousseau y otros, las críticas de carácter meramente satírico se transformaron en el siglo XVIII en concepciones antropológicas reales que, en el XIX, en los Manuscritos de Marx, se convertirían en el sujeto de la revolución.